Ya. Ya no había vuelta atrás. Estaba en el avión dirección Madrid.
Arrancaron los motores, la puerta se cerró y la gente comenzaba a
relajarse, cerrando los ojos y estirando las piernas. Yo iba con mi padre, en
la fila 14, asientos B y C. Observé por la ventana el paisaje. Era un día
claro, caluroso. Veía a los técnicos aburridos, como si estuvieran en una
espiral sin salida. En poco más de 2 minutos el avión se alzó y dejó de tocar
el suelo. Ahora el paisaje era bonito porque veía montañas, casas en miniatura,
mil coches en la autopista e incluso veía el mar.
Eran las 12.36 am de un 28 de Agosto. El aeropuerto de Madrid,
Barajas, estaba repleto de gente, pues aprovecharían para ir de vacaciones con
sus familias, con sus mujeres o amantes. Mi padre y yo decidimos comer algo
porque el próximo avión, con destino Nueva York, salía a las 16.30 pm.
Yo, caprichosa, quería comer en "Burger King" porque sí. Mi padre
me dio el honor y nos fuimos para allá.
No recuerdo lo que comí; solo sé que estaba delicioso.
Mientras hacíamos tiempo, vimos a unos cuantos "celebrities", lo que no recuerdo quiénes eran. Es lo que
hay.
La cola para ir a Nueva York era larga. Sin embargo, el tiempo pasó muy
rápido. Había un conjunto de personas que formaban la "Seguridad", y
nos pidieron un bloque de papeles que debíamos presentar antes de embarcarnos a
otro continente. Típico. Y de nuevo, ya no había vuelta atrás. Estaba en el
avión dirección Nueva York (Manhattan).
Sentía entre nervios y deseos de llegar, pues era el viaje que desde años
esperaba. Recuerdo el avión: amplio, con tres filas, cuatro divisiones y
separadas por cortinas, “miniteles” en los asientos, mantas, cojines, cascos
para escuchar música/películas, pasillos amplios, cuatro baños, mucha gente,
comodidad, ventanas,...
Despegamos al instante y me despedí de España desde las nubes. Las horas
pasaban lentas, pero con las películas todo era más divertido. El vuelo duraba
alrededor de 9 horas, por consiguiente, llegaría a Nueva York por la noche.
Al pasar dos horas me levanté para ir al baño y cuando volví mi padre
estaba durmiendo. Yo hice lo mismo, hasta que llegó la cena. Sí, la deliciosa
cena de astronautas.
El avión aterrizó con éxito. Salimos despacio, hasta que la marea de gente
se fuese dispersando. Era una noche preciosa con un cielo despejado; un olor
agradable y una fila interminable de gente intentando pasar el control.
Nosotros dos, al tener un inglés reducido, fuimos directos al primer
funcionario sudamericano y ahí estaba, metido en su caseta, viendo pasar la
vida como si nada. Nos preguntó “What are
you doing here?” y a continuación respondí indecisa: “Turismo”. Y pasamos el control.
Un autobús nos vino a recoger, a nosotros y a 10 personas más de
nacionalidad española, evidentemente. Fue una grandiosidad ver pleno centro de
Manhattan en la noche. Me acuerdo de una tienda llamada “Cherry”, lo que me atrajo el nombre pero nunca más la volví a ver.
La siguiente parada era dejar a las personas del autobús en sus respectivos
hoteles. Nosotros teníamos el “Pennsylvania
hotel”. El “Penny”, nombre que le bauticé durante mi estancia, era un
edificio de 20 plantas, cuya localización se situaba en frente del “Empire State”. Cogimos la habitación 1753
del piso 17º. Los pasillos daban pavor porque eran largos, con un verde
gastado, poco luminosos, luz parpadeante y puertas viejas. Pero al entrar todo
cambió: las camas de matrimonio, una televisión razonable, armarios enormes,
váter enorme (supongo que el estilo americano es todo a lo grande) y,
sobretodo, las mejores vistas que podía imaginar. El “Empire State” se veía a pocos metros y veíamos una calle principal
muy masificada de gente.
Sin duda, los días en esa cama iban a ser gloria.
Angie R.