domingo, 5 de junio de 2016

Él también estaba cansado

Cansados. Cansados y malhumorados. Cansados de pasar el día en el trabajo, en el metro o en el ascensor. De ver amanecer y anochecer en menos de veinticuatro horas. De abrir la caja de los cereales y echártelos en la leche, fría y desnatada. De sacar la basura cuando la bolsa está a rebosar. 
Cansados. Cansados del frío que recoge tu coche, o del calor que se incuba en tu habitación cuando enciendes el radiador en invierno. Cansados de todo; de la vida, de los viernes por la noche, de las comidas familiares y los paseos por la playa. Cansados. 
Cansados de estar solos y perdidos; y a veces de querer tener mujeres para llenar un vaso de agua más. Quizá de leche, desnatada. 
Cansados de mirar por la ventana y escuchar, de fondo, el piano del vecino. Ludovico Einaudi, “Una mattina”. Y te acuerdas de poner el despertador y madrugar. Cansados estamos de madrugar. De hablar en plural para sentir que no estás solo. 
Cansados de quedar con los mismos, de buscar lo mismo y no querer nada. De apagar la luz y abrir los ojos; de taparte y sacar una pierna por debajo de la sábana. De abrazar (te) mientras duermes.
Cansados de dormir.
Cansados. 
En cambio no estamos cansados de la siesta. La siesta es el manjar de los vencedores, de “el grande”, de Muhammed Ali o de Bukowski con su novela de mujeres. La siesta, la esfera paralela a la vida. La tranquilidad y la calma. La cumbre del día. 
En cambio no estamos cansados del café de las doce y media. El café es una máquina de follar, establecer un vínculo con tu “yo” durante quince minutos. Esa melodía sincrónica agilizando las horas de cansancio. Como el “Fly” de Einaudi, como un golpe fantasma de Alí o un disparo inesperado en una oficina de detectives. 

No estamos cansados, en cambio, del cambio. De comprar un coche, de cambiar los zapatos. De buscar casa y entrar en diez pastelerías al día. De comerte brownies debido a ese mismo vacío. 
El cansancio del vacío, como una repetitiva alegoría de tu realidad. Cansados. Y un día me ves y reconoces tu esfuerzo por seguir despierto; por seguir mis pasos, que son los tuyos. Intentar cambiar porque el cambio nos gusta. El cambio “dieciséis”. 
Nos miramos y nos miramos, sin dejar de pestañear. De ver las bocas asimétricas, de los brazos colgados, la nuca desdichada y la piel tímida, de esas incapaces de exponerse fuera de la ducha. 
Y estás solo y lo único que quieres es buscar la pluralidad de la conversación, de aparentar la realidad, platónico pensador de los sueños. 
Y ves el daño, la soeza de un mensaje y la audacia de tu respuesta. El daño. Y abres una botella de vino para amenizar el momento, para descomponer armas para evitar hacer el mal. El daño. 
Cansado. Y en cambio cierras la botella y devuelves la vida a los mortales tumbándote en la cama, mientras apagas la luz y cierras los ojos. Te dejas caer y te olvidas de la alarma capaz de salvarte de una siesta profunda.  

Angie Ramón